Publicado en Border Collie Magazine número 2, Mayo 2011
Protectoras El día 4…
Mar Herrero nos cuenta una historia con final feliz y uno de sus primeros «grandes» rescates y fruto del cual, se decidió al poco a fundar una protectora con la que poder ayudar a nuestros queridos amigos y gran incomprendidos en muchas ocasiones. Los Border Collies. No te la pierdas…
El día 4 de marzo de 2009 por la tarde, me llegó un correo de Claudia, una voluntaria excelente, avisando que había una madre y sus cinco cachorros en la perrera de Zaragoza. Por aquel entonces yo aún no conocía a mis socios y era la única «responsable» de esas seis vidas.
Mi madre me había dado permiso para llevar a algún perro a su casa durante un tiempo, pero no a seis perros, siendo cinco de ellos cachorros, y encima en un piso… Era miércoles y sabía con certeza que en esa perrera sacrificaban los jueves. Al día siguiente, llamé a la perrera para que pusiesen a esos cachorros y a la madre a mi nombre sin consultar antes a mi familia si le parecía bien la idea.
Puse anuncios en todas partes para buscar casas de acogida, alguien que pudiese hacerse cargo de alguno de los cachorros, pero todo era demasiado complicado, así que al final decidí llevármelos a todos a casa. Llamando a mis contactos en Zaragoza, conseguí encontrar a alguien que me los trajera a todos el viernes a Barcelona, ya que la empresa de transporte no permitía el viaje de cachorros tan pequeños. Tenían aproximadamente un mes y medio.
Ese mismo jueves por la mañana, se lo conté a mi madre, le enseñé las fotos y le anuncié que llegarían al día siguiente. Sin más palabras, sin más rodeos.
Una de dos: o me caía una bronca impresionante y un «si vienen los perros, te vas tú» o un «vale». Por suerte fue la segunda opción, y mi madre cedió.
Pero no todo sería tan «fácil». El jueves por la noche, nos llamaron y nos dijeron que la chica que iba a venir no podía traerlos. El sábado cerraban la perrera y el domingo también, por lo que los cachorros tendrían que estar tres o cuatro días más en esas jaulas.
Todos los que alguna vez habían ido a esa perrera sabían que allí los cachorros no duraban nada. Las jaulas estaban sucias, con el suelo lleno de heces y pulgas, garrapatas e incluso gusanos. Para limpiarlas, echaban chorros de agua con los perros dentro sin importarles que se resfriasen al mojarse. El cuenco del agua estaba demasiado alto para los cachorros y no lo alcanzaban, tampoco el del pienso.
Después de haber luchado tanto por ellos, después de todas esas llamadas, e-mails, todo el tiempo dedicado, no podía permitir que se muriesen por pasar esas noches de más allí.
Así que, ya puestos, movilicé a mi madre, mi hermana y mi cuñado para ir a por ellos el mismo viernes por la mañana. La verdad es que hubo varias personas que me ayudaron económicamente a pagar la gasolina, el peaje, sacarlos de la perrera, el veterinario…y siempre les estaré muy agradecida. Salimos de Girona a las ocho de la mañana, ya que la perrera de Zaragoza cerraba entre la una y las dos. Llegamos a las doce, nos encontramos con Claudia, a la que todavía no conocía en persona, y ella nos acompañó hasta la puerta de la perrera.
Desde fuera se oían los ladridos y gemidos de todo tipo de perros; el olor era nauseabundo. Llamamos al timbre, y se entreabrió la puerta; detrás, apareció un hombre vestido con su uniforme de trabajo: uno de los ayudantes que sacrificaban a los perros los jueves. Le pedí amablemente que nos dejara pasar, pues iba a buscar a la madre con sus cinco cachorros para sacarlos de allí. El hombre me contestó: «Estos cachorros no pueden salir hoy de aquí; me dijeron que vendrían a buscarlos mañana». Contuve mi ira y respiré hondo; saqué mi DNI y, mostrándoselo, le dije: «He recorrido cuatrocientos kilómetros para recoger a estos perros, soy Mar Herrero; la madre de los cachorros está a mi nombre, y no pienso irme de aquí sin ellos, así que déjeme pasar». Supongo que, al ver mi firme determinación y la seriedad con la que le hablé, el hombre no tuvo más remedio que abrir la puerta y dejarnos pasar sin más comentarios.
La mayoría de los perros ladraba contra las rejas de la jaula, todos mojados, tiritando de frío. Algunos, asustados, ladraban desde lejos. Tres jaulas más allá, vi a Luna y sus cinco cachorros.
El responsable de la perrera me dijo que no podía sacarlos de la jaula. Antes teníamos que firmar los papeles, hacer los trámites y todas esas cosas. Yo no pude contestarle; tenía un nudo en la garganta y lloraba silenciosamente al ver la situación de todos esos perros que, sin culpa alguna, acabarían muertos, asesinados, pese a no haber cometido más crimen que el de haber nacido y sin siquiera haber podido disfrutar de la vida. Pero al menos sabía que esos cachorros no morirían; ellos sí tendrían una segunda oportunidad. Sin hacer caso de lo que me decían, abrí la jaula y uno a uno los fuimos sacando. Estaban mojados, desnutridos y deshidratados. Luna había sido una madre excelente y había hecho lo que había podido por ellos. Me despedí de los demás perros a los que no pudimos salvar, sabía que al menos al día siguiente estarían en un lugar mejor que en esa sucia perrera. Siempre recordaré la mirada triste de un galgo atigrado detrás de la reja de la segunda jaula…
Una vez fuera, en el campo de al lado, revisamos por encima a los cachorros y a su madre para comprobar su estado de salud. Todos más o menos corrían y se mantenían en pie, menos uno, un cachorro de ojos azules y una mancha negra en la cara, el que cogió mi hermana en brazos nada más sacarlo de la jaula. En cuanto lo dejábamos en el suelo, se tumbaba de lado, se le aceleraba la respiración y se le cerraban los ojos. Claudia se llevó a Luna y tres de los cachorros, pues tenían casa en Alemania. Nosotros nos quedamos con los que estaban en peor estado: el blanco y negro y el blanco entero. Intentamos mantener al cachorro de ojos azules despierto y respirando; no queríamos dejar que se fuese sin haber conocido todo lo bueno de esta vida. Empezó a vomitar gusanos y se le veía cada vez más débil.
Nunca había visto a mi madre correr tanto por la autopista. Llegamos al veterinario antes de que cerraran. Estuvieron a punto de ingresarlos, pero sacamos una latita de comida para cachorros y poco a poco empezaron a comer. Si no recuerdo mal, esa noche mi hermana y yo dormimos con ellos en la cocina para darles calor. Los días siguientes fueron alimentados con preparados a base de latitas y antiparasitarios, pienso mojado y agua, varias veces al día. Pronto se fueron recuperando, cogiendo fuerzas. Mis perras tuvieron que poner a prueba su paciencia, pues les saltaban encima, les mordían las orejas, las rodeaban hasta marearlas. También mi madre y mi hermana tuvieron que poner a prueba su paciencia: tener cinco perros en un piso y dos de ellos cachorros no era cosa fácil.
A Ray, el blanquito, le encontramos casa en la misma Girona después de un mes y medio de cuidarlos, la de un profesor de gimnasia, un apasionado de la vida en el campo. Los otros tres cachorros fueron adoptados en Alemania, al de color marrón le pusieron el nombre de Brandy. Luna está en Austria, y cada año recibimos fotos suyas por Navidad. El blanco y negro, Zen… todavía hoy lo veo corriendo por el campo y tomando el sol en el césped con mi hermana, que fue quien al final lo adoptó. Cuando lo veo así y recuerdo su mirada detrás de la reja, empapado, pienso que todo el esfuerzo, los viajes, el dinero, el tiempo, valieron la pena, porque ya que ellos nos lo dan todo, eso es lo mínimo que podemos hacer por ellos para intentar que tengan una vida mejor.
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